martes, 15 de noviembre de 2016

Lurrie Bell

17, 18 y 19 de mayo de 2007

Discípulo directo de Big Walter Horton, Carey Bell (1936-2007) llegó a Chicago a mediados de los cincuenta, pero no fue sino hasta 1972 cuando su nombre comenzó a cobrar importancia. Muchos años después, ya en los noventa, participó en Harp Attack, el mayor éxito de ventas de la historia discográfica de Alligator Records (en ese mismo disco aparecieron Junior Wells, James Cotton y  Billy Branch, este último sustituto de Bell en la banda de Dixon), y fue hasta 1995 cuando Carey grabó su primer álbum como solista (Deep Down).

A unos cuantos días de haber muerto Carey Bell, su hijo Lurrie se presentó en el 61. 

Nacido en el Chicago de 1958, Lurrie Bell aprendió a tocar la guitarra a los seis años de edad, escuchando desde entonces a los gigantes con quien su padre se presentaba (Eddie Taylor, Eddie C. Campbell, Lovie Lee y Sunnyland Slim, entre otros). A los 17 años de edad ya compartía el escenario con Willie Dixon y con otras amistades de su padre, a la vez que participaba en las grabaciones de estudio de las estrellas del blues, como Little Milton y Jimmy Dawkings. Más tarde, en 1977, Lurrie se uniría a otros músicos de su generación, como Billy Branch y Freddie Dixon, para fundar The Sons of the Blues. Al año siguiente, Lurrie se integró a la Koko Taylor’s Blues Machine, donde tocó la guitarra durante los cinco años siguientes.



Antes de conocerlo, me imaginé a un Lurrie Bell serio, hosco, distante, lacónico, al menos agotado por el viaje de Chicago a la Ciudad de México. Me equivoqué: sonriente, desgarbado, escandaloso al hablar. 

Casi lloro entre los sorbos de whisky y la interpretación que hizo Lurrie Bell de Bring it on home to me, de Sam Cook, pieza de 1961. Y reí de buena gana ante una de las propias canciones de Bell, aquella en la que le dice a la mujer amada: Parece que estoy bebiendo gasolina. Pásame un cerillo encendido, para explotar de una vez por todas, hija de la rechintola... 


Al bajar las escaleras del bar, el público recibió a Lurrie Bell con aplausos y expresiones de admiración. Y Lurrie caminó con timidez y modestia. Vestido como para su primera comunión (camisa blanca y pantalón gris), subió al escenario y tomó su Gibson colorada. El lugar se llenó entonces de Born under a bad sign, de Booker T. Jones y William Bell, aunque hecha famosa por Albert King, en 1967.

Lamento, desaucio y autoflagelación. Este blues dibuja en primera persona a la víctima conciente de su propio infortunio, y el mismo protagonista resume en un solo verso la causa de su humor: cierta mujer está llevándolo directamente a la tumba, y la agonía le provoca sensaciones de haber nacido con mal sino. Es, así se siente, la viva encarnación de la calamidad: su vida es siempre un contratiempo, que podría, sin embargo, aliviarse temporalmente con vino y mujeres, gozos que anhela y que resumen su idea de la felicidad.
Al escuchar a Lurrie cuando llega a la parte de la mujer de piernas largas (A big legged woman is
 gonna carry me to my grave), sonreí y entendí en ese momento las raíces de Octavio Herrero y las musas que lo rondaron al componer Magdalena.


Después de Born under a bad sign, Lurrie continúa con la clásica I'm your Hoochie Coochie Man, de Willie Dixon, y muestra con ellla que en el blues es fácil pasar de la depresión más profunda al colmo del recocijo, del complejo de inferioridad al delirio de grandeza, sentimientos los dos generados, curiosamente, por la objetividad de un mismo hecho: el abandono, el desamor, la périda de la mujer que hasta hace unas horas se encontraba en nuestra cama (son dos actos reflejos: te enseño mis heridas abiertas o las cubro con mi arrogancia, pero en ambos casos lo que quiero decirte es que tengo el alma rota... y me duele).

Imaginemos a un hombre golpeado en su orgullo y con el corazón destrozado...

Baja lentamente las escaleras del viejo edificio donde vive la mujer que ahora lo desprecia y que no quiere saber nada de él. Antes, hace muy poco, lo amó en el desenfreno y en la pasión desbordada; antes, apenas hace unos días, le ofreció su propia eternidad sin condiciones; ahora, simplemente lo echa a la calle. ¿Por qué? La respuesta es harina de otro costal.

El hombre llega al final de la escalera y sale a la calle. Respira con dolor. De pronto, algo le tensa el rostro (un arrebato de dignidad, tal vez). Da media vuelta y entra al umbroso edificio. Sube a zancadas los escalones y golpea la puerta. La mujer abre. Él se mete hasta la cocina y le advierte: ¡Tú no sabes a quién estás mandando a freír espárragos, mujer!

-¿Y quién eres tú, si se puede saber?, pregunta la mujer desde el fastidio.
-Ahora te lo digo.
-Suénate primero.
-Has de saber que, cuando nací, una gitana le dijo a mi santa madre...
-Mmmmta.










Minutos más tarde...



-Bueno, ya me dijiste quién eres. Regresa por donde llegaste y no me busques más.
-Don´t mess with me...
-¿Qué?
-Que no me amenaces, no me amenaces.
-No te amanezco. Haz de cuenta que ya me fui. De hecho, tú eres el que te vas.

 -Pero, mujer –solloza el Hoochie Coochie Man-, ¿qué voy a hacer sin ti?
-Ve con tu madre y que te cuente otra vez lo que le dijo la gitana. Tal vez hay una parte que no entendiste.

El hoochie coochie fue un danza femenina de fines del siglo XIX, cuyos sensuales movimientos aludían al placer del sexo. Eran, por supuesto, invitaciones explícitas que despertaban la fantasía de los hombres, quienes aullaban y aplaudían para responder al llamado.

Con el éxito del baile, el término se pluralizó (los hoochie coochies) para referirse a aquellos establecimientos donde las mujeres se contoneaban de manera impúdica.

Más tarde, ya en los años treinta y cuarenta del siglo XX, la creciente popularidad del cine revivió el gusto por bailar o ver bailar hoochie coochie, y, claro, las actrices que se atrevían a interpretar la danza eran admiradas por los espíritus liberales o abominadas por las buenas conciencias: en 1942, casi diez años después de haberse filmado Wine, women and song, un jurado concluyó que el hoochie coochie era un baile indecente, y los productores de dicha película (dirigida por Herbert Brenon y estelarizada por Lilyan Tashman) fueron condenados por presentar un espectáculo a todas luces inmoral. Ese mismo año, Paul Whiteman y Gracie Allen se mofaron de Mussolini a través de un un boogie-woogie titulado Hoochie Coochie Duce. Pero no sería hasta 1954, al grabar Muddy Waters I’m your Hoochie Coochie Man, que nacería el concepto del Hoochie Coochie Man.


¿Sabes? -dice la mujer ya en la puerta, empujando al hombre herido en su orgullo, conminándolo a salir-, tú te has creído que tienes un poder sexual capaz de hacer conmigo lo que quieras. No, mijito, estás pero equivocadísimo: la que baila el hoochie coochie soy yo.

-Bailas porque yo quiero que bailes.
-Bailo porque se me antoja, papanatas.


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